EL "PUNCHING BALL" A LA PRENSA


RESULTA evidente que desde hace algún tiempo el mundo ha optado por los ángulos de 180 grados. Supongo que, para según qué cuestiones, tendrán su velado atractivo, su “chic” trigonométrico, aunque no dejen de levantar amplias y fundadas sospechas. Porque, en verdad, vivimos tiempos de sospecha, de desconfianza, lo que conduce a un infinito escepticismo y a una irremisible indolencia. Este plato ya fue servido en otros tiempos y, en verdad, las digestiones que trajo consigo, aun siendo tan nefastas, han resultado olvidadas por esas neuronas que, además de los cerebros, pueblan también los estómagos, como hay otras cosas que, de tener más espacio, podríamos mencionar como cubiertas por esa amnesia general que nos inunda.

LA Historia de la Humanidad ha evolucionado siempre a trompicones. Digamos que es el ritmo que ha seguido en aquello que ha hecho y, quizás por eso, está plenamente acostumbrada a ese modo de transitar. Por eso, lo mismo cambia —de repente— el paso, como —siguiendo algún capricho pasajero— lo retrocede. Repliegues que, con dirección o sin ella, lo son, en ocasiones, para coger impulso. En otras, sin embargo, lo son para quedarse petrificada, como la esposa de Lot, simplemente por no saber escapar de Sodoma sin tener que volver la espalda. Son signos de desorientación o, acaso, de redomada estulticia. Dos factores, en cualquier caso, omnipresentes en nuestro carácter y, por ende, propios de nuestra actitud.

EN la actualidad, podrían citarse en nuestras sociedades numerosos ejemplos de ángulos de 180 grados, todos ellos frutos dudosos de giros copernicanos: el de la educación, el de la formación, el de la civilidad y el de la civilización, el de los valores universales, el del modo de estar en sociedad o el de la forma de convivir y hacer realidad la democracia, el de la ética institucional o el de la función del periodismo, entre muchos otros posibles.

Y, hablando de periodismo, reconozco como altamente preocupantes las cotas de rampante desprestigio— por un lado—, así como las de brutal violencia —por otro— que vienen sufriendo quienes ejercen esta loable profesión. Es cierto que, más o menos, siempre (aunque de distintas formas) los profesionales de la noticia han sufrido los embates de esos poderes —visibles o invisibles— que, desde los albores de los tiempos, han pretendido dominarlo todo, dirigirlo, amaestrarlo, con el propósito de que los crédulos súbditos —después, si se me permite el extendido solecismo, se les llamó ciudadanos, aunque sin dejar de ser crédulos— siguieran en la caverna de Platón de la que, en verdad, nunca jamás salieron y, por ello, aún se encuentran, embelesados, en ella.

LOS periodistas venían a ser quienes portaban la linterna que hacía correr, asustadas, a las cucarachas que, alertadas por la luz, se aprestaban a ocultarse en sus rincones, como decía Ryszard Kapuscinski, ese maestro de periodistas del que, con el transcurrir del tiempo, acaban olvidándose los egresados de las facultades de ciencias de la información.

HAY una cosa que no puede ser ignorada y son los principios fundamentales de la profesión. Con esos no se juega, ni se mercadea, ni tampoco se abdica de ellos, transigiendo con giros copernicanos de lesa necedad, por la sencilla razón de que son imprescindiblemente sagrados. Y, a estos efectos, es irrelevante el riesgo de ocurrencia de sucesos reprobables como los recientes que han tenido como víctimas propiciatorias a Sigfrido Ranucci —periodista italiano de la RAI— o de José Ismael Martínez —periodista de “El Español”— por esa acción, disparatada y cerril, con que suele adornarse la barbarie en sus distintas versiones, es decir, la que proviene de ciertas catervas mafiosas o de radicalismo abertzale (entre otras formas antropológicas de desviación humana), por más que en un pasado ominoso —y por eso se le recuerda así— fueran legión casos similares en tantos otros países con diferente vitola de evolución y progreso.

POR lo demás, aunque la gente, en su progresiva y acelerada degradación, parezca haberse inmunizado contra estos actos de vandalismo global, debería reaccionar —aunque solo fuese por instinto de supervivencia— para erigirse en defensora a ultranza de aquellos periodistas que, por hacer honor a la dignidad de la profesión y a su vocación de servicio, pagan con su integridad física, o incluso con la vida, la rotunda aserción de la integridad de sus principios, porque esa violencia, ese “punching ball” incesante que se ejerce contra ellos, es un acto criminal infligido a toda la comunidad y, por ello, hay que ser consciente de que en esta crucial como necesaria defensa —que ha de plantearse, por lo demás, como decidida y valiente— nos jugamos uno de los puntales básicos de nuestro bienestar futuro y de nuestro progreso como sociedad.

LAS mesnadas de periodistas vendidos por un óbolo, los mercenarios, esos no interesan. A mí, al menos, nunca me han interesado. Y no me importan porque forman parte de un tejido necrosado por una enfermedad de terrible (y temible) diagnóstico. De hecho, deberían dedicarse a otra cosa —quizás a una más ramplona y adecuada a sus valores— aunque con ello revelasen algo del todo impensable, como lo es conservar un mínimo de vergüenza al renunciar, de una vez por todas, a la alimenticia acreditación de impostores que lucen ante una sociedad que, a estas alturas, no les otorga ya la más mínima credibilidad.

ELIO IRMÃO




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