¿CUÁL ES EL LUGAR DE UN HOMBRE?
Queremos decir - o sea, preguntar - exactamente eso.
Según el Estado, ese
lugar, el del hombre, solo puede ser la sociedad; lo que resulta, una vez más,
harto discutible –pues todo lo que viene con ese marchamo oficial reviste, casi
de modo indefectible, idéntico carácter-.
En la novela “El lugar
de un hombre”, de Ramón J. Sender, la vida de alguien aparentemente
insignificante, Sabino, cuya existencia sería fácil que pasara desapercibida,
sin embargo, se revela que no ocurre así.
Su repentina
desaparición provoca, en el pueblo en que vive, un enorme revuelo, hasta el
punto de que la maquinaria estatal pone en funcionamiento su ciego y brutal
mecanismo para ir causando, a su paso, un desmán tras otro. Todo empieza con la
búsqueda de dos sospechosos a los que atribuir la comisión… del crimen de
Sabino. El móvil del delito (a falta de mayores dotes imaginativas) no podía
ser otro que el de arrebatarle las monedas que, como jornalero, acababa de
cobrar.
A partir de ese
momento, forzando la realidad con el objetivo de hacerla encajar en los rígidos
parámetros del Estado –a modo de lecho de Procusto- se suceden, como si
constituyeran hitos de normalidad aceptada, un sinfín de diversas barbaridades:
desde los “métodos de persuasión” empleados por la Guardia Civil para hacer que
dos inocentes (Juan y Vicente) confesasen su crimen, hasta la implicación moral
en tales prácticas del juez de instrucción (quien, en sus ratos libres, se
dedicaba al noble arte de escribir odas pindáricas), por no hablar del papel
intrascendente del abogado defensor que se asignó a los, primero, sospechosos
y, luego, convictos del inexistente crimen.
Y, a todo esto, don Ricardo y don Manuel, dos ricachones del pueblo, con
intereses políticos enfrentados, tratando de sacar tajada de semejante sainete.
Pero Sabino se había
marchado del pueblo por el simple motivo de que fue lo que quiso hacer, pues,
como él mismo dijo, “¿es que no tengo las piernas para irme a donde quiera?”.
Aunque, en verdad, para algo así ni tan siquiera es necesario un motivo. Sabino,
en efecto, lo justificó proclamando “un día me dio el barrunto”. Así de
sencillo. No hacen falta más explicaciones.
Después de muchos años
lo hallaron, de casualidad, con motivo de una cacería, viviendo como un
salvaje. Entonces se dieron cuenta de que el teatro que se había montado para
que los sospechosos (y, por supuesto, condenados por las diversas instancias
judiciales) indicaran el lugar en que se encontraba el cuerpo de Sabino, había
sido eso, una injusticia, en la que, por tal de obtener calma y una definitiva
tranquilidad, fue preciso alegar que se lo habían comido los cerdos.
Sorprende que, tras
evidenciarse la cantidad de calamidades personales causadas con ocasión de esta
inexistente muerte, todo siguiera, una vez aclarado el incidente, con la rutina
habitual.
El lugar de un hombre
es, sin duda, aquel que, libremente, elija; el cual puede ser, sí, en la
comunidad en que vive, pero también alejado de ella, compartiendo espacio en el
bosque, con las bestias, cubriendo su cuerpo con una piel de animal, habitando
una impenetrable cueva y profiriendo inentendibles sonidos guturales.
No todo desaparecido de
la sociedad es, necesariamente, un muerto, cuyo cuerpo, por tanto, hay que
encontrar. A lo mejor es un vivo que quiso huir de la muerte imperante en su
comunidad, en la que, en esta última, no es preciso buscar los cuerpos porque
están a la vista, ya que se exhiben en desorden, amontonados.
Cambio de perspectiva.
Cambio de visión. Cambio de método. Cambio de lugar…
El hombre tiene derecho
a buscar su lugar y éste, sin duda, puede encontrarlo (pues tiene derecho a
ello) en cualquier sitio, sin que nadie le juzgue, sin que nadie le busque, sin
que nadie le conmine a volver, sin que nadie condene a inocentes que nada
tienen que ver con una decisión tan personal, tan humana…
ELIO IRMÃO.-
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