LA LEALTAD DE LOS COCHINOS

 

Me ha parecido que esta expresión –“la lealtad de los cochinos”- podría ser, pese a su aparente carga peyorativa, muy propia, esto es, adecuada, para designar a aquellos escritores que, por mero seguidismo (o quizás por una lealtad muy mal entendida) se prestan a que su arte pueda ser clasificado (o encasillado) en alguna de las categorías preestablecidas en la ruidosa charca literaria. Categorías –por cierto- cuyo único mérito consiste en sintonizar con alguna moda entre el público (es igual si educado o ineducado) o, acaso, en responder a cualquier gastado molde con el que algún aburrido editor se confiesa feliz e, incluso, realizado.

Sostengo, sin embargo, que el escritor, si en verdad pretende resultar sugerente, y no digamos seductor –es decir, digno de concitar la atención de un lector mínimamente inteligente- debe apostar, sobre todo, por lo original. Y ser original implica, muchas veces, practicar una cierta virtud (algunos dirían “pecar”) al inclinarse hacia lo disruptivo y heterodoxo. No disruptivo porque sí (es decir, por romper la ortodoxia), sino disruptivo “porque sí” (es decir, por un motivo del todo razonable y hasta plausible).

Y es que el escritor puede, y se debe al objetivo de, romper con casi cualquier cosa.

El escritor puede (y aun se debe al objetivo de) dirigir su enconada ira hacia una panoplia cerrada de temas, escribiendo con total libertad sobre algo distinto a lo habitual o, en el caso de que tenga la suficiente solidez de carácter, demoliendo con sañuda determinación los blandos pilares en los que lo corriente había sido hasta ese momento encastrado.

El escritor puede (y aun se debe al objetivo de) estrujar la sintaxis, dividiendo el párrafo largo en frases más cortas, o sea, en frases de colegial timorato; o bien ampliarlo -o extenderlo- a base de un ensartado de cenefas, de densas florituras, que lo hagan asimilable a una ferroviaria sucesión de guirnaldas de vergel.

También el escritor puede (y aun se debe al objetivo de) alterar la puntuación, otorgándole matices desconocidos hasta ahora.

Y, finalmente, el escritor puede (y aun se debe al objetivo de) golpear las palabras, cincel en mano, extrayendo de ellas -en virtud de una lasca, a través de una muesca, o aprovechando una afilada punta- significados que, con el tiempo, resultaron olvidados, o bien creando otros nuevos que nunca antes existieron –simplemente, porque jamás fueron imaginados-.

La escritura es originalidad, imaginación, creatividad… Lo contrario es chapotear en una charca, embadurnarse como un cochino…, por la supuesta lealtad a no sé qué causa. Y de esa creatividad al controvertido Reino de la Desobediencia, a lo que implica el distanciamiento consciente (y militante) de lo mayoritariamente aceptado, en definitiva, a la deslealtad y, por supuesto, la rebeldía…, no hay más que un paso. Un paso pequeño para el hombre, pero enorme para el Arte –si queremos parafrasear a Neil Armstrong en el momento histórico de saltar para poner sus pies en la Luna-.

Lo contrario es -con perdón de los porcinos y, muy en especial, de los que se embadurnan sin serlo- “lealtad de cochinos”.

Más allá de lo que pueda sugerir la expresión -que no pretende, ni mucho menos, ser ofensiva, pues estamos solo ante la licencia que proporciona un símil-, cada quien tiene la absoluta libertad para optar por lo que le parezca.

Seré, y así lo declaro, el primero (entre los primeros) en defender -como diría Voltaire- las opciones por las que, aun siendo opuestas a las mías, cada cual decida inclinarse, es decir, decantarse; como espero que cualquiera de ustedes defienda también -aunque sea con menos ímpetu o convicción que la de quien suscribe- mi derecho inalienable –por cierto, cada vez más discutible, como en la práctica resulta hoy- a ejercer la crítica.

ELIO IRMÃO.-

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